miércoles, noviembre 29, 2006

Razón para mentir II – Estancia para un nuevo inquilino

—Cuéntame, Antonio, ¿cómo va la faena en el campo? —preguntó un hombre de ojos pequeños y caídos.

—Hombre, ahora mismo estamos un poco “paraetes”. Esperando a que la almendra abra.

—Pero veo que no vienes con las manos vacías —dijo mientras señalaba el cubo azul celeste intenso que portaba consigo el cuarentón que acababa de presentársele.

—¡Oh! Pues aquí llevo unas alcaparras de ahí arriba…, de las “tulpillas”, y unos tomatillos de estos rosados que he cogido en el huerto. ¿Le apetece uno, ahora, a media mañana?

—¿Tienes una navaja? —cerró con afabilidad la mirada.

—Sí… Tome usted.

—Gracias —dijo al tiempo que soltaba el bastón. Cogió con su rugosa y áspera siniestra un tomate y amarró fuertemente el afilado útil con la otra. Acto seguido, partió el fruto transversalmente primero y, finalmente, en su longitud —. Cógela —y entre tanto repartió los cuatro trozos entre los ahí presentes: el hortelano, él y los otros ancianos que le acompañaban, sentados, en su charla al fresco de la sombra de la iglesia.

—Bueno, si no quiere nada más… Que tengo al chiquillo con sus hermanos. Hasta luego. Espere… ¿vendrá a la merendola de mañana a la noche? ¿No?

—Si mis pies artríticos me dejan, allí me encontrarás —sonrió mientras extendía la mano libre, con lentitud, para recibir una calurosa despedida recíproca.

—Eso espero. Que Dios os guarde.

—Igualmente —respondió el viejo con felicidad, a la par de las voces de los otros dos, y, acto seguido, dio un mordisco al jugoso trozo.

—Hasta luego, señora.

—¡Mira! —sonrió el viejo—¡Qué mozuelilla más “apañá”! ¡Basilia!

—¡Y qué tres galanes más bien avenidos!

—¿Sí? ¿Y eso…? —ironizó el viejo del bastón.

—Era una tontería.

—Te quería decir —atemperó el canoso su tono de voz—… ¿Qué sabes de tu nuevo vecino? Sí, ese que vive por encima tuya.

—No sé nada. Más bien, nadie sabe nada de él. Ni siquiera Beatriz, la más cotilla de la calle de arriba.

—De todas formas, me resulta un hombre extraño —dijo con la tranquilidad que dan los años—. Lo vi llegar a la aldea a pie, sin nada, solo con una llave. Su mirada era fría y distante, tal vez, un poco distraída. Pero, a pesar de todo, sabía hacia dónde ir.

—Unos niños que jugaban en la calle fueron interrumpidos cuando el hombre pasó por medio de su juego y ante las quejas de los muchachos se puso a maldecir «como un loco», sin mirar a nadie, cuchicheando para sí, con la mirada perdida. Luego dijeron que su acento era como el de los forasteros que vienen a la aldea llegados de la Ciudad.

—¡Hola! ¿De qué habláis?

—Qué tal, Beatriz —saludó el único viejo con ganas de conversar esa mañana.

—De… el nuevo vecino.

—A mí no me digáis nada de ese hombre. En la semana que lleva por aquí, no he podido sonsacarle nada: he ido a su casa a traerle unas magdalenas que, luego, rechazó; he intentado interrogarle una vez que salió a la tienda para comprar una lechuga; e incluso, he estado tirando chinos a sus ventanas para que asomara al balcón con aire enfadado. Pero no he conseguido ni un tosido. Y no creo que la hospitalidad sea acto de malas intenciones.

—¿Sabes una cosa? —sonrió levemente el viejo mientras saboreaba el segundo y último bocado— Yo tampoco te diría nada.

—Estúpido viejo, cállate.

—Es lo que hago, desde que has llegado no has hecho más que hablar.

—Pues, entonces, no tengo más que decir.

—No te enfades… En fin —frunció el ceño—… No tiene solución. ¿Tú que opinas, Aquilino? —miró al anciano de su derecha, el cual tenía el ojo de la izquierda hecho de cristal.

—¿A qué te refieres?

—Sí de esta singular persona —se exaltó—. El nuevo vecino introvertido y solitario que camina cabizbajo con aires de serenidad contenida.

—Ya me gustaría poder pensar algo. Sus ojos dicen que llevan días sin dormir; su rostro, que el sol no es amigo habitual; su caminar, que la vida no le ha sentado muy bien, que digamos. No se me ocurren más cosas.

—¿Y tú? —miró al tercer viejo, que destacaba por faltarle parte de la pierna derecha hasta la rodilla y se encontraba postrado en una silla de ruedas— No te esfuerces por hablar, veo en tu boca la quietud del ignorante. Basilia —miró a la mujer—, tenemos que actuar.

—¿Cómo? Algo ha de ocurrírsenos —dijo pensativo.

—Esta noche podríamos reunirnos.

—Bien. En su casa estaré tras la hora de la cena —y su cara en esta ocasión tornó a indiferencia.

—Hasta la noche, Alfonso.


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