domingo, junio 24, 2007

Escepticismos

Texto en pdf/Latex

Habitan cosas en nuestro interior que se nos hacen harto raras si alguien las comenta, y más si aparecen escritas en el lugar que sea.

Eso es lo que aprendió para sí el día que tocaba relevar del armario la ropa de verano. Sintió que en el bolsillo de una camiseta algo se movía inquieto. Miró con cuidado y en su interior se encontraban dos niños jugando con una pelota verde lima. Se sorprendió. Volteó la prenda con mucho mimo sobre la cama y los niños cayeron (pese a que en esta ocasión presentaban un tamaño a escala real) convirtiendo la sábana en un trapo ennegrecido y arrollado por el rodar de sus triciclos. Con naturalidad se marcharon, sin reparar miradas en quien les había sacado de ese lugar tan estrecho.
Decidió tomarse un descaso, ya que quizá la comida le había sentado mal. «Ya nadie puede fiarse ni de lo que come», pensó. Entonces se dirigió hacia la cocina para preparar un vaso de té rooibos. Mientras la leche giraba en el micoroondas, observó cómo la bolsita estaba siendo destrozada por un galán espadachín de aquellos que en otros tiempos salvaban a bellas princesas cautivas. Se agitó estrepitosamente, mientras que en uno de sus manotazos salió este hombre despedido, entre trocitos de la infusión, tan ofendido que le retó a un duelo. Sin embargo, desistió cuando le hizo comprender que ya no eran legítimos esos duelos y que más valiera no salir de esa guisa a la calle, ni que mucho menos se parara a dialogar con una persona de gorro a cuadros claros y oscuros. Así que, como no quería terminar herido, abandonó el edificio.
«Bueno, puede ocurrir dos veces en la misma tarde», discurría mientras paseaba por el parque con la intención de no tocar nada. E inmediatamente los aspersores comenzaron a llover, y entre una de las gotitas diminutas saltaron un mago, un enano y un troll. Todos se abalanzaron sobre él con la intención de robarle su brazalete de esmeraldas (que no era otra cosa que una goma del pelo verde). Uno a base de conjuros, los otros mediante fuerza bruta; como resultado se contusionó levemente, mientras que a los otros tres les fue asestada una profunda herida cerca del corazón con el cuchillo de aleación irrompible que cogió para defenderse del caballero.
Se sintió vencedor de aquel inesperado combate cuando habló entrecortado el mago: —Ja, jah, jaj. Insensato. He aquí un brebaje de los que reparan las entrañas de los sesos a los pies.
Entonces, más sonora repercutió su carcajada: —Hace tiempo que nadie puede beber en un sitio público como éste. Hacedlo y el peso de la ley caerá sobre vuestra mollera.
—No oses mofarte nosotros o lo pagarás con sangre —dijo el troll.
—En este país las cosas están claras: los foráneos (por muy fantásticos e imaginarios que sean) deben de acatar nuestros preceptos. Quizá existan algunas soluciones: podéis alejaros lo suficiente como para no parecer que estáis juntos en este sitio, aunque no creo que estéis para muchos desplazamientos antes de tomar la pócima.
—Esto es una sinrazón —se desconcertó el enano.
—A mí no corresponde legislar, ni definir el ocio ni la bebida. O tal vez en alguna cantina, pues ahí perdura una inmunidad ancestral que resguarda de algunas disposiciones… Si lo tomáis mientras camináis... O si preparáis una granizada con ella y la tomáis rápidamente, antes que devenga a líquido. O camináis durante tres quilómetros hasta el recinto habilitado la ciudad.
Lentamente, embriagados por la paulatina pérdida de sangre, desfallecieron y murieron. Pero mientras salía de la escena el troll en un ademán de supervivencia, antes de expirar, se abalanzó sobre él y le arrancó el brazo de un mordisco. Por esa herida salió una especie de humor brillante multicolor que provocaba la desintegración de su cuerpo.
Apareció en un lugar oscuro, lleno de líquido oleaginoso donde permaneció hasta que alguien lo liberó. Y al salir se vio envuelto en un negror que manchaba todo aquello que se le oportunaza. Dio media vuelta y observó un escrito salido de la impresora que leyó: «Habitan cosas en nuestro interior…». Al llegar al fin, se dio cuenta que allí se narraba lo vivido durante su última salida al exterior. Y en ese momento comprendió que su naturaleza no era sino la de un personaje de ensueño que revivía cada vez que alguien integraba en su mente un concepto (ya fuera mediante las letras de una marca, un dibujo en un cartoncillo o el sonido de una palabra inglesa mientras se deambula) y se percató de que una imagen suya surgió sin avisar, sin brazo.
Entonces entré a esa habitación para recoger el escrito que iba a enviar a una revista. Todo estaba pringado con tinta de impresora. Aunque lo que más me impresionó es que sobre el teclado había dos gomas del pelo color esmeralda, una de ellas empapada en vómito, la otra impoluta.
Perdónenme, si se sienten identificados, pues éste es el motivo por el que confundo a mis lectores con mis personajes.

 

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