miércoles, diciembre 27, 2006

Razón para mentir VI – Histeria para terminar

—Aquí está bien. Terminaré en... una hora. Vuelva para entonces.
—Gracias por estar asistiendo a mi petición. Por favor, tome asiento. ¿Cómo dijo que se llama?
—No me gustaría tener que irme por donde he venido —replicó la joven curandera, la cual se movía torpe con una silla de ruedas—. Como respuesta a tu pregunta diré «Blanca».
—Yo, Andrés. Aquí me tiene —se levantó el hombre flacucho, con los brazos extendidos.
—No vaya tan rápido. No suelo aconsejar a quien no lo merece —dijo la mujer haciendo un breve gesto con la mano indicándole que volviera a posarse; hecho ejecutado de inmediato por éste sin incidir en ninguna palabra—. Vale, primero necesito conocer de cerca sus pensamientos porque muchas de las dolencias son provocadas y agravadas por la mente. Y para ello no hay mejor remedio que la conversación. Dime, ¿qué sabes de dónde naciste?
—No es normal que un sanador de su índole conozca tales artificios. Pero, como soy un buen enfermo, no rechistaré acerca de sus métodos.
—Por tanto...
—Toda mi vida ha transcurrido en la gran ciudad: ruido, gente, tiendas, bares, semáforos, bloques, cárcel, diputados,...
—¿Fueron buenos tiempos? —interrumpió la inválida
—Por supuestísimo. Tuve una buena infancia. Me conformaba con lo que tenía (que no era mucho) y eso me hacía feliz.
La joven tardó unos segundos en plantear la siguiente pregunta. Tras respirar hondo habló con una entonación relajante, musical al oído: —Entonces, ¿cómo llegaste hasta aquí?
—Una historia accidentada. ¿De verdad está dispuesta a escucharla?
—Para eso he venido, para ayudarle.
—En fin —suspiró—. Eee... Digamos que..., por algunas circunstancias, llegué a la conclusión de que en la ignorancia reside la forma más espontánea de felicidad. Ahora que empiezo a comprender cómo es todo lo que me rodea no puedo reprimir un sentimiento de rencor a la sociedad —dijo intentando contener con frialdad unas lágrimas de ira.
—¿Cómo llegó a esa conclusión? —preguntó con una voz armónica.
—Es difícil, los artistas estamos un poco «chalados», según dicen.
»El arte es la forma de conversar que tienen las almas. Hay unas que, por su habilidad, hablan más; otras prefieren escucharlas, pues sienten placer en estos quehaceres. El problema se hace patente cuando hay un alma que hace parada en una idea tan obvia, al tiempo que perjudicial para el resto, que siente la necesidad inminente de hablar con todas las almas para advertirlas del riesgo que les está acechando.
»Pero, cuando las almas más cercanas la rechazan porque el mismo mal las está virando a ser opacas para la verdad, todo le parece esperpéntico. Nada hay para hacer, aunque encuentre a una minoría que aún no ha sido cegada por el manto del alma de trozos de alma.
—¿La verdad...
—La mentira —y, tras estas palabras, se derrumbó: no pudo seguir con la farsa.
Blanca se deslizó con una rapidez que emergió de su instinto para consolarlo con alguna caricia. Al oír los gemidos, Basilia bajó las empinadas escaleras para observar qué ocurría: —Blanca. También está llorando. ¿Por qué?
Pero nunca respondió, pues se deshizo del abrazo de la vieja para rodar hasta la salida rápidamente. Sin embargo, desde aquel instante, nadie volvió a ver a la joven a pesar de que, montada en su silla de ruedas, era imposible subir la pendiente de la calle; a pesar de que, hacia abajo, tenía que pasar por la plaza de la iglesia, que al mediodía se encontraba poblada por nietos y abuelos.

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