miércoles, diciembre 20, 2006

Razón para mentir V – Evasión para conversar

«Entiendo que casi nadie me comprenda, pues en ocasiones ni yo mismo sé quién soy. Recuerdo un día, una tarde, rodeado de gente que se lisonjeaba...»
Abandonó el bolígrafo en la mesa y acudió a la puerta.
—Hola —saludó una persona algo mayor con aire retraído.
—Llegas un poco tarde, ¿qué te ha sucedido?
—Hoy el día está nublado y el sol, que cada mañana pasa por las rendijas de mi persiana, no ha sido capaz de despertarme. Perdóneme. No volverá a pasar.
—No te he contratado para que me cuentes tus problemas... Llevas sólo dos semanas trabajando para mí y esto no te conviene.
—Lo entiendo —dijo mientras bajaba la cabeza pausadamente.
No hubo ninguna palabra más. Se separaron: ella hacia la cocina; él hacia la silla. donde escribía.
«...sus risas me (tenían) daban miedo, eran provocadas por la más estúpida de las falacias.
»No es suya la culpa, la vieja engañadora de la sociedad, la mentira, estaba presente. Ahora pocos disfrutan de lo que es lógico, no quiero conformarme con la migajas. Me gustaría que nadie mirara absorto la televisión, que no fueran a esas mansiones nocturnas de gente seleccionada por su apariencia con (melodías) músicas que parecen (explotar) reventar en lo más hondo del encéfalo. Alcohol como adquisición de coherencia para suavizar las paradojas del mundo; no es la mejor de las sustancias.
»Veo un futuro rojo oxidado, con negras excusas para imaginar un eco...»
—Andrés ­—apareció la mujer al pasar una puerta—. ¿Qué quiere para comer?
—Lo que te apetezca está bien. De todos modos, no va a servir de mucho.
«...de falsedad.
»Llámenme chalado, loco o tarado porque (no) nunca...»
—No puedes seguir así —interrumpió al hombre—. No me importa que me eche sin más beneficio que el que da un escupitajo.
«...aprenhendieron lo que mi manera de (saber) entender la vida pretendía.»
­—Tiene que ponerse bien ­—prosiguió—. Dejar un poco atrás eso que está escribiendo.
«Yo tampoco los entiendo, y no por ello ando por ahí...»
—No se esconda. Aunque quiera fingir que no escucha. Comprende todo lo que le estoy diciendo. Mírese —y el despeinado hombre paró de súbito, aún con la mirada fijada en el papel—: sus ojos enrojecidos, su piel pálida y colorada, sus heridas a medio infectar...
—Cállate.
—Necesita... No sé... Vitaminas.
«Parecería extraño, en una época sin olimpo, que solo una persona se percatara del problema,...»
­—Mire. En la aldea vive una curandera.
«...por una casualidad que parecería divina.»
­—No será como el sacerdote de la semana pasada.
«Estoy deprimido porque viví de forma ingenua, al tiempo que usual, creyéndome todo lo que los (peces) gordos de espíritu decían.»
—No es una curandera al uso: lo examina y después le recomienda unas hierbas medicinales que ella misma trae del campo.
—¿Dinero?
—No pide nada, se siente agradecida al ver la mejoría de los enfermos.
—Yo no estoy enfermo. Tampoco me inspira confianza el altruismo de esa supuesta persona.
«No quiero una opulencia grasienta para (desvariar) desviar...
—Pero sí que está un poco cansado.
«...la atención de los abusos en otras esquinas.»
—Bueno. Un espectáculo cómico nunca viene mal. No me apetece oírte más. Avísela.
—Mañana mismo vendrá cuando le hable del problema.
«Debería sentirme afortunado, especial.»
—Nadie tiene un problema.
«Sin embargo; me encuentro aquí, rechazado, apunto de morir (por una) de inanición.»
—¡Oh! Por supuesto que no.

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