miércoles, diciembre 13, 2006

Razón para mentir IV – Llegada para vislumbrar

Era aquel un día de nublos cálidos y asfixiantes que ahogaban la luz y proyectaban el calor. Una mujer que caminaba sola junto a una gran mochila llegó a la aldea enclavada en la abrupta ladera. Accedió a la plaza de la iglesia, con el brío con que los senderistas recorren miríadas de metros, por la calle de abajo, aquella que apenas presenta inclinación.
En ese momento solo había una persona, además de ella, en alguna de las dos vías: un viejo, con su bastón asido por la base que observaba absorto los erráticos giros del mango.
Tras los saludos de rigor, la mujer preguntó al hombre por alguna persona que habría pasado por allí hacía una semana más o menos.
El anciano, tras una gran inspiración, no torció el gesto de su cara, simplemente se limitó a preguntar qué le había llevado hasta la aldea.
No medió palabra, solo desenrolló un papel y lo mostró al viejo.
«Entre tanto, no intentes seguir mis pasos para…», leyó entre dientes el final del escrito y, nada más alzar la cabeza, dijo que conocía, con toda seguridad, la persona a la que pertenecían aquellas letras tortuosas.
La chica se entusiasmó al oír aquello, pero sus ánimos decayeron cuando su interlocutor se interesó, nuevamente, por los motivos que habían provocado su llegada hasta allí.
Titubeó un poco, movió la cabeza y los ojos hacia todas partes de forma inquieta y, después de un breve balanceo hacia atrás, explicó que era una psicóloga en ciernes que practicaba el senderismo cuando encontró el manifiesto cerca del pie de una encina. Se sintió cautivada por aquella mentalidad, hecho por el cual decidió buscar al autor del papel que, como notó al principio, no tenía muestras de haber estado empapado, por lo que debió de ser escrito después de la «lluvia de barro» de la semana anterior. Todo esto, según expresó, fue lo que le indujo a pensar que no andaría muy lejos, dormitó al raso la ya pasada noche para dirigirse a la población más cercana, la cual no era otra que la aldea.
Por unos instantes, el anciano permaneció estático hasta que, como si de una trivialidad se tratase, dijo que sus conclusiones no eran válidas, pues la persona que buscaba vivía allí desde hacía un mes.
La muchacha, extrañada, extravió una ligera mirada entrecortada y volvió la cabeza hacia atrás.
«Mira esto», el anciano extendió la mano para mostrar un cilindro hecho con dos cartuchos de escopeta, desenrolló el papel que había dentro y se lo mostró.
Aunque en un principio se relevó recelosa, enseguida volvió la vista hacia el frente para observar aquello que colgaba de una mano.
Tras una lectura íntima, la mujer supo que era otro escrito de la persona misteriosa; no obstante la última frase coincidía con la equivalente en el suyo.
Lo recogió, se guardó el rudimentario estuche y le explicó que lo encontró en el campo, al pie de una encina. El suyo, que seguramente al principio estaría protegido de igual modo, se habría deshecho.
Creo que la conversación continuó unos minutos más. Después, el anciano la convidó para almorzar en su casa; pero no lo hizo por puro altruismo: era la persona indicada para llevar a cabo un propósito cuyo objetivo no era otro sino conocer, de primera mano, los pensamientos de aquella ininteligible mente.

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